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“Viviendo con mi ex”: ¿todo terminó?
2 de agosto de 2006
El planteo es ingenioso y consiste en invertir la fórmula clásica de la comedia romántica. Allí donde solíamos encontrar el nacimiento de una relación amorosa, ahora encontramos la disolución de una pareja. Si antes la tensión estaba puesta en la concreción y el relato giraba en torno a las vísperas de ese beso final, ahora la pregunta es: ¿se terminó el amor? Así es “Viviendo con mi ex”. Empieza donde los filmes del género normalmente finalizan. Para cuando los títulos de presentación terminaron de pasar, los personajes de Jennifer Aniston y Vince Vaughn ya se conocieron, se enamoraron y se fueron a vivir juntos. Y todavía faltan 100 minutos de película.

¿Qué sucede, entonces, durante esa larga hora y media que va desde que se nos presenta a Gary (Vaughn) y Brooke (Aniston) como una compinche pareja de Chicago hasta que se termina el rollo? Lo que acontece es una separación. Y quizás el principal desafío de este nuevo trabajo de Peyton Reed (“Abajo el amor”, “Mr. Show”) sea presentar esa experiencia como algo hilarante. Transformar el desgarramiento de una separación en una comedia. A veces lo logra, a veces no.

Sus principales armas son sus protagonistas. Vaughn y Aniston, ambos fraguados en el fuego de la comedia, ambos de una probada solvencia actoral y, para añadirle un condimento extra cinematográfico, ambos transformados en una de las más famosas parejas del Hollywood actual.

Aniston, consagrada por el mega éxito televisivo de “Friends” e idolatrada por la industria del chisme por su finiquitada relación con Brad Pitt, no tiene mucho qué demostrar. En “Viviendo con mi ex” sigue siendo la que todos conocemos. Simpática, versátil, con ese don de los comediantes para encontrarle el timming adecuado a cada diálogo. Ya dio sobradas muestras de su talento para la comedia romántica en filmes como “Mi novia Polly” o “El objeto de mi afecto”. En “Viviendo con mi ex” interpreta a Brooke Meyers, una sensible artista plástica que se gana la vida como asistente en una galería de Chicago. Aniston sabe cómo llevar adelante éste personaje, ya sea como la hastiada pareja de un hombre algo egocéntrico o como la mujer enamorada que trata de salvar (por las vías más excéntricas) su agónica relación.

Vaughn, por su parte, proviene de otro lugar. Su especialidad es la comedia a secas. Forma parte de una camada, junto a Ben Stiller, Owen Wilson o Will Ferrell, que se ha dedicado a producir un nuevo tipo de películas cómicas desparejas pero eficaces como “El presentador”, “Zoolander”, “La vieja escuela” o “Los rompebodas”. No es el típico galán, sino más bien una figura anti-romántica. Eso le sale bien y eso es lo que hace en “Viviendo con mi ex”. Su personaje, Gary Grobowski, es un descendiente de polacos que hace visitas guiadas alrededor de Chicago. Un buen tipo, un tipo divertido. El problema es cuando vuelve a casa. Se saca los zapatos, se tira en el sillón y se dedica a ver partidos de béisbol o jugar al Nintendo, mientras la abnegada Brooke se encarga de todo lo demás.

Así planteadas las cosas, esa relación no puede durar mucho. Y, de hecho, no lo hace. Pocos minutos después de iniciada la película (luego de una sorprendente versión a capella de la canción “Dueño de un corazón solitario”), Brooke y Gary rompen relaciones. Pero siguen viviendo bajo el mismo techo. El resto, es la película, que tiene un único motor. La incógnita que sobrevuela la ansiedad del espectador: ¿será definitiva esta separación?

La respuesta está en desarrollo del propio filme. Lo que sí se puede decir es que, como no puede ser de otro modo dentro de los parámetros de cierto realismo, la separación es algo triste. El producto final, por lo tanto, resulta algo paradójico: una comedia, más bien melancólica. Los ingleses suelen manejar este tipo de tonalidad maravillosamente bien. “Cuatro bodas y un funeral”, “Alta fidelidad”, “Simplemente amor” o el propio “Diario de Bridget Jones” son algunas evidencias de ello. “Viviendo con mi ex” intenta explorarla. Lo logra a medias, con actuaciones sólidas, pero giros argumentales un poco forzados. Con algunos chispazos de humor genuino, y un tono que conduce más a la emoción que a la risa. Esto último, por supuesto, no tiene por qué ser necesariamente un defecto.