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25 de abril de 2024
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Por Mario Teijeiro
La inseguridad jurídica
El Presidente del CEP sostiene que “los únicos perdedores han sido los depositantes pesificados y, mucho más, los tenedores de bonos”
29 de noviembre de 2004
El dictamen de la Corte Suprema sobre la pesificación ha reabierto el debate de la inseguridad jurídica. “La seguridad jurídica es de vital importancia para cualquier intento de reinstalar al país en la senda del progreso y el crecimiento”, dice La Nación en su editorial del 9 de Octubre.

“Estamos en una situación de emergencia en la que los derechos de propiedad no pueden ser respetados en forma absoluta”, replica el gobierno. ¿Quién tiene razón? ¿Es posible mantener el respeto de los derechos de propiedad en medio de un colapso económico? ¿Es legítimo defender la estabilidad jurídica de cualquier tipo de legislación? Las leyes pueden ser (y muchas de ellas son) irrealistas e injustas.

Es por eso que antes de plantear los beneficios de la estabilidad jurídica, es necesario que la política económica sea prudente y las leyes respeten los principios de la libre competencia y de la igualdad ante la ley consagrados por nuestra Constitución Nacional.

Realismo económico y seguridad jurídica

En primer lugar cabe reconocer que no hay sistema jurídico que pueda asegurar los derechos de propiedad al margen de la realidad económica. Así el sistema legal tiene como instrumento una Ley de Quiebras que reconoce la necesidad de un procedimiento dentro del cual puedan minimizarse las pérdidas de los acreedores de una empresa en riesgo o certeza de quiebra.

Si la empresa quiebra, perderán sus accionistas y probablemente también los acreedores. Lo que debe procurar una buena legislación es que las pérdidas se repartan equitativamente y que no haya propietarios picaros que ganen mientras los acreedores pierden (esto es, que la quiebra no sea fraudulenta).

El default y la devaluación fueron la expresión de una quiebra del país en su conjunto. La quiebra fue inicialmente del sector público, que se vio imposibilitado de sostener el endeudamiento acumulado durante diez años de irresponsabilidad fiscal.

El default público arrastró a la quiebra virtual de bancos y la devaluación a la quiebra virtual de empresas endeudadas en dólares. El default y la devaluación no fueron una decisión política unilateral y caprichosa (aunque Rodríguez Saa irresponsablemente transmitió esa imagen), sino fue la consecuencia inevitable de un país que se endeudó masivamente en dólares a tasas altísimas para financiar consumo o inversiones en sectores domésticos que no generaban capacidad de repago en dólares.

Como en una quiebra privada, los derechos de propiedad de bonistas acreedores del sector público y del sector privado, han sido dramática e inevitablemente violados.

Los depositantes del sistema bancario también se vieron atrapados por la quiebra virtual de los bancos. El patrimonio de estos se pulverizó como consecuencia del default de los bonos del gobierno (que los bancos poseían en su cartera) y por el hecho que la devaluación transformó en (parcialmente) incobrables los préstamos en dólares otorgados a empresas e individuos que tenían ingresos en pesos.

El problema era cómo repartir las inevitables pérdidas. El gobierno tiene razón en argumentar que el respeto absoluto por los derechos de propiedad era una meta inalcanzable. Pero la pregunta relevante es si el gobierno fue un justo repartidor de las cargas de la quiebra virtual del sistema bancario.

En un artículo titulado “Hay que salvar al ahorrista” publicado el 30 de Diciembre de 2001 sostuve que el valor de los depósitos en dólares debía ser preservado, aún a costa de crear nueva deuda pública. Ahí propuse un esquema de apoyo contingente a los bancos que se avinieran a respetar el valor original de los depósitos y retuvieran el riesgo propio de banqueros de cobrar los préstamos otorgados.

El fundamento del respeto al ahorrista era la necesidad de evitar que quedáramos condenados a que los ahorros nacionales fugaran definitivamente al colchón o al exterior. Lejos de adoptarse esa propuesta, se optó por la pesificación de los depósitos. Pero peor aún, se optó por una pesificación “asimétrica”, convirtiendo las deudas a una relación 1 a 1, lo que resultó en una “licuación” hoy equivalente a $30.000 millones de dólares, la mitad de su valor original en dólares. La pesificación asimétrica fue una “estafa de guante blanco” que agrandó la magnitud de la quiebra potencial.

El resultado final de esta historia es que los deudores, lejos de compartir las pérdidas de la quiebra sistémica, “licuaron” ferozmente sus deudas. Los únicos perdedores han sido los depositantes pesificados y, mucho más, los tenedores de bonos.

La deuda emitida para compensar la pesificación asimétrica hizo necesaria una quita aún mayor a los bonistas. Como siempre, el hilo se cortó por lo más delgado.

En Argentina las grandes crisis han sido ocasión propicia para producir quiebras sistémicas “fraudulentas” en las que los que tienen mayor capacidad de lobby no solo no pierden sino que ganan a costa de los ahorristas (recordemos la licuación del 82 y el Plan Bonex de 1990).

El comportamiento empresario ha planteado nuevamente profundas dudas sobre su carácter moral. Esta vez no escapa a esta crítica una parte substancial de la banca nacional y extranjera, que consintieron la pesificación asimétrica a pesar de su responsabilidad fiduciaria frente a los ahorristas.

El cuadro desalentador se completa con la hipocresía de aquellos medios de comunicación que habiendo hecho lobby a favor (y habiéndose beneficiado) de la pesificación asimétrica, ahora se rasgan las vestiduras porque el gobierno y la Corte Suprema no defiende la seguridad jurídica de depositantes y bonistas.

¿A quién pretenden hacerle pagar la licuación de sus deudas? No hay sistema jurídico que pueda evitar que los derechos de algunos o de todos se violen cuando hay que pagar los costos de la irresponsabilidad fiscal y de la voracidad de los deudores por licuar sus deudas.

Legitimidad y seguridad jurídica

A nivel más general, quienes reclaman seguridad jurídica argumentan (con razón) que el incumplimiento de la ley y la consecuente imprevisibilidad hacen ilusoria cualquier pretensión de que los inversores piensen en la Argentina. El estado de derecho es planteado así como una condición imprescindible para la atracción de capitales y el progreso económico.

Esta postura, que parece obvia, tiene también una condicionalidad importante. Un sistema legal no es bueno por el solo hecho de que sea estable y garantice derechos adquiridos, sino porque lo que está garantizando son derechos adquiridos compatibles con el interés general.

Por cierto la compatibilidad con el interés general no es lo que caracteriza a nuestro sistema jurídico. Citemos algunos ejemplos: ¿es bueno para el interés general que se respete la Constitución haciendo esfuerzos para cumplir con un artículo de cumplimiento imposible como el que garantiza los derechos sociales (Articulo 14 bis)?

Por supuesto que no, pues para hacerlo se requeriría una fenomenal intervención del Estado que alejaría mucho mas a los inversores potenciales. ¿Es bueno que en aras del cumplimiento estricto de nuestra Carta Magna, según el texto reformado en 1994, se consolide la Coparticipación Federal de Impuestos?

Por supuesto que no lo es, ya se ha debatido lo suficiente sobre los comportamientos perversos que esa institución provoca sobre la clase política. Pero el caso económicamente más relevante continúa siendo la violación de los contratos con las empresas privatizadas.

Si bien es cierto no es posible hacer generalizaciones pues se trata de casos muy diversos, el hecho es que varias de esas privatizaciones tuvieron la ilegitimidad de consagrar monopolios privados y garantizar precios en dólares. Al consagrar monopolios, estuvieron viciadas de ilegitimidad. Al consagrar cláusulas de ajuste atadas a un sistema cambiario insostenible, el cumplimiento de los contratos fue imposible o perverso cuando el esquema monetario colapsó. ¿Significa esto darle la razón a la actual política del gobierno? De ninguna manera. El gobierno ha reemplazado contratos ilegítimos e incumplibles con la discreción total, arrogándose la facultad de fijar precios “políticos” y decidir inversiones.

La alternativa a la invalidación de contratos ilegítimos no es el vacío legal y la discreción estatal, sino la renegociación de un nuevo régimen legal, esta vez caracterizado por la introducción de competencia y cuando ésta no fuera posible, por una regulación de precios compatible con el interés general.

La discreción del Estado en materia de precios y de inversiones destruye los incentivos a la inversión de largo plazo y sólo sirve para fomentar la corrupción. La seguridad jurídica no hay duda que debe reestablecerse, pero esta vez sobre la base de un régimen contractual competitivo.

Principios y seguridad jurídica

El valor de la seguridad jurídica está condicionado por el realismo económico y por la legitimidad de los derechos que la legislación protege. Si el respeto por la ley no está acompañado por políticas fiscales prudentes, la protección de la propiedad de depositantes y bonistas puede ser de cumplimiento imposible. Por otro lado la seguridad jurídica es útil cuando es funcional a los principios de igualdad ante la ley y protección del interés general. Nuestra falta de respeto por la ley tiene su origen en leyes discrecionales y abusivas, que han llevado a la percepción generalizada de que la ley es un instrumento para garantizar prebendas y para que la cumplan los zonzos.

En nuestro país las leyes han estado por décadas al servicio de la discreción, beneficiando hoy a determinados grupos y mañana a otros. Este gobierno no escapa a esa regla. Su accionar tiene como objetivo beneficiar a los perdedores de la Convertibilidad y a castigar a sus beneficiarios.

Los distintos tipos de legislación hechas a medida de los sectores “elegidos” y “reprobados”, así lo atestiguan. Es por eso que antes de hablar de seguridad jurídica, tenemos que saldar una discusión previa: ¿sobre qué principios debe gobernarse nuestro país? ¿Debemos respetar los principios libertarios de la libre competencia y de igualdad ante la ley consagrados por nuestros padres fundacionales en la Constitución de 1853?

O por el contrario, ¿seguiremos insistiendo con políticas corporativas corruptas que hoy benefician a determinados grupos y mañana a otros, siempre postergando el interés general?