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Por Aldo Abram
Inseguridad y el concepto de 'criminalizar la pobreza'
12 de junio de 2009
La Argentina abunda en frases políticas cuyo sentido conviene evaluar detenidamente.
Una de ellas fue: “No vamos a criminalizar la protesta social”. Evidentemente,
olvidaban que, en una democracia republicana, no es el gobierno el que decide si algo es un crimen o no, sino que es la Justicia la que debe determinar si, en el marco de una protesta, alguien ha violado alguna ley. El derecho a protestar no justifica el atropello de los derechos del prójimo.

Ahora, nos recomiendan: “No criminalizar la pobreza”. Lo que vuelve criminal a una
persona es que haya violado la ley y no su nivel de ingresos. Ser pobre no es sinónimo
de delito. Sin embargo, para muchos esa condición justificaría la delincuencia y, como
se supone que la sociedad en su conjunto es responsable de esta situación, los jueces
deberían ser condescendientes en el castigo que apliquen a quiénes, proviniendo de ese
sector, violan la ley. También, ante la sensación de creciente inseguridad, están aquellos que consideran que los delincuentes deben ser castigados por sus actos con un nivel de severidad equivalente a la gravedad de los delitos cometidos, llegando incluso a la pena de muerte.

Coincido con la idea de que los delincuentes, por serlo, no dejan de merecer respeto a su dignidad humana; aunque ellos no hayan tenido en cuenta la de aquellos que dañaron con sus acciones. Por ello, considero que, como ninguna persona es superior a otra, un juez, investido de tal función por sus conciudadanos, no puede arrogarse el derecho a castigar a otra persona. Entendemos por castigo la restricción o eliminación de un derecho con el objetivo de generarle, al que lo padece, un perjuicio o sufrimiento. Por supuesto, mucho menos puede considerarse que la sociedad puede disponer de la vida de un ser humano. La Justicia está para defender los derechos de los ciudadanos, incluso de quién delinque y, por lo tanto, sería una contradicción que pudiera violentarlos.

Sin embargo, la comunidad sí puede aislar a aquél individuo que con sus actos lesionó
los derechos de sus conciudadanos y que, por ende, se considera podría continuar
haciéndolo. Por lo tanto, no como un castigo, sino como un mecanismo de defensa
social, el juez puede mandar a prisión a quién, concientemente, ha cometido un delito y, por ende, puede repetir esta actitud. Cuanto más grave el daño infligido a otros
miembros de la sociedad, mayor razón para el aislamiento y, por ende, la ley puede2
disponer un mayor plazo en el cuál el condenado deba permanecer privado de su
libertad.

A su vez, dado que no es un castigo y que el reo tiene derechos, esto implica dos
condiciones básicas: a) las prisiones tienen que ser un lugar decente que permita la
rehabilitación del convicto; y b) debe hacerse el esfuerzo para que los delincuentes se reformen y, una vez logrado esto, trabajar para que puedan reintegrarse en la sociedad.

Ninguno de estos dos puntos se respeta hoy en la Argentina. Las cárceles son lugares en donde se hacina inhumanamente a los presos (justificado en el “se lo merecen”) y la
sobrevivencia en ellas termina dependiendo de profundizar los comportamientos que lo
llevaron al delito. Cuando se los libera, poco se hace para facilitar su reinserción en la sociedad como un ciudadano pleno; lo cual lleva a que el porcentaje de reincidencia sea elevadísimo. Aún aquellos que salen de la prisión con la mejor buena voluntad, encuentran dificultades en conseguir trabajo y pueden terminar recayendo en el delito para sostenerse.

Nada justifica dejar libre a quién puede afectar los derechos de sus conciudadanos, ni su condición de pobreza o marginalidad, presente o pasada. Por ello, el período de
aislamiento no puede tener atenuantes por estos motivos. Tampoco, tiene lógica alguna
que, a quién cometió un delito, se le de un beneficio por haberlo mantenido preso
durante su proceso. La contabilización doble de este último período sólo se aplica quién es encontrado culpable y, si lo es, debe cumplir el plazo de aislamiento y rehabilitación que consideró necesario el juez, en el marco de la legislación vigente. Si el objetivo de dicha norma era presionar a una mayor agilidad de la justicia, a esta altura queda claro su fracaso. También, el magistrado debe tener la potestad de reducir el confinamiento en tanto compruebe razonablemente que el reo se ha reformado; pero, para determinar esto último, debería darle participación a aquellos que fueron damnificados por los delitos pasados del preso evaluado.

Por último, en la Argentina, lo que hace falta es, en el marco de las leyes vigentes, hacer respetar los derechos del prójimo y tomar los recaudos judiciales necesarios para evitar que, aquellos que no lo hacen, puedan seguir perjudicando a sus conciudadanos. No hay que confundir plena vigencia de la ley con “sed de venganza”, la que puede ser entendible en una persona que ha sufrido un daño irreparable; pero nunca en una sociedad civilizada y respetuosa del Estado de Derecho.