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Por Pacho O'Donnell
Montoneros no fueron las principales víctimas
21 de marzo de 2010
Columna publicada en el diario Perfil

El propósito fue logrado. Presentar los tiempos negros a partir del 24 de marzo de 1976 exclusivamente como un genocidio por parte del terrorismo de Estado, que tuvo como víctimas a jóvenes idealistas encuadrados en la guerrilla urbana, sobre todo Montoneros. Esa es la historia oficial que consiguieron imponer en el conocimiento de las nuevas generaciones, componiendo una interpretación parcializada e interesada que no deja otro matiz que el negro versus el blanco, y que deja afuera a exiliados, censurados, doblegados y otros victimizados.

Los gobiernos Kirchner han colaborado con este aspecto sesgado de la memoria, enfocado en la exclusiva exaltación de los integrantes de la guerrilla y dejando de lado a quienes se opusieron a la ominosa dictadura del Proceso sin coincidir con Montoneros, desde posiciones democráticas y progresistas. Fueron éstos, sin duda, la enorme mayoría de los desaparecidos y de los exiliados interiores y exteriores. Los montoneros no superaron el diez por ciento de las víctimas, pues el número de sus activistas llegó a ser sólo de algunos miles, por otra parte tenían organización y estructura de clandestinidad a diferencia de quienes se desempeñaban en superficie.

De lo que se trata es de sostener a ultranza el paradigma agobiantemente dominante en los últimos años que transforma en heroísmo sin autocrítica (la teoría de “la juventud maravillosa”) lo que debería ser la aceptación de que las propuestas y las acciones de la guerrilla urbana de los setenta se prestan a la polémica y a la revisión histórica pues tuvieron una elevada dosis de trágico error como el asesinato de José Rucci en democracia o la insensata “contraofensiva” que segó la vida de muchos jóvenes.

Además, “la sangre derramada” fue negociada en los encuentros entre Firmenich y Massera en España –de lo que puedo dar cuenta pues estaba exiliado en Madrid–, en una de las tantas, sospechosamente desatinadas, decisiones de la cúpula dirigencial ‘montonera’.

Estos conceptos no desmerecen en absoluto la entrega de quienes creyeron que la vía de la guerrilla urbana era la más adecuada para terminar con el totalitarismo e ingresar en la democracia. Pero es hora ya de reconocer que ésta no era el objetivo de la cúpula montonera, como se reveló cuando ya con Perón en el gobierno, elegido en elecciones democráticas, continuaron con su violenta apuesta a una sociedad totalitaria que pretendían socialista. Esta fue una de las principales dificultades del gobierno de Perón, quizás también desencadenante de su muerte, y del debilitamiento y consiguiente caída del gobierno deficitario pero constitucional de la señora de Perón, envuelto en el caos de la violencia especular de la Triple A y de la guerrilla montonera que, sumada a la sospechable crisis económica, asfaltó la pista de aterrizaje del ominoso Proceso de Reconstrucción Nacional.

La obstinada y no ingenua reivindicación de la lucha armada deja de lado a la gran mayoría de quienes se opusieron a la dictadura cívico-militar por otros medios, por ejemplo a los dirigentes gremiales combativos, a los dirigentes estudiantiles y universitarios, a los profesionales e intelectuales progresistas, víctimas de la “guerra” contra una supuesta subversión marxista, las fuerzas represivas azuzadas y “justificadas” por acciones de guerrilla urbana en un mecanismo en que unas y otras se necesitaban para autojustificarse.

En el caso del terrorismo de Estado, una vez que la guerrilla fue aplastada y sus integrantes asesinados o escapados fuera del país, incapacitado de detener su bulimia de “subversivos” hizo víctimas a mujeres y hombres democráticos que no coincidían con la guerrilla y por ende no contaban con la protección de la entrenada clandestinidad de la “orga”. Fueron víctimas chupadas de sus hogares y de sus trabajos, no pocos por figurar en alguna agenda o por denuncias motivadas por odios privados. Otras acciones fueron iniciativas “comerciales” con el fin de apropiarse de capitales o propiedades de supuestos insurrectos al servicio del ‘trapo rojo”.

Es curioso pero la “historia oficial de los 70” es funcional a la versión de la “guerra” sostenida por los partidarios del Proceso pues al dar a entender que los treinta mil desaparecidos eran todos guerrilleros confirmarían que se trató de un verdadero ejército.

Dicha versión es impiadosamente injusta con quienes perdieron sus trabajos o sus estudios, quienes padecieron su inclusión en las denigrantes “listas negras” que impedían a artistas e intelectuales desarrollar sus vocaciones y talentos, quienes se “quebraron” por el terror y nunca fueron lo que pudieron haber sido. Tampoco se ha reconocido a las decenas de miles de quienes debieron marchar al exilio, por persecución, por temor o por prudencia. Son muchos los que aún viven lejos, imposibilitados de regresar a una patria que debería llamarlos y recibirlos, padeciendo el inevitable extrañamiento y melancolía, y a quienes debería reconocérseles una parte de la tragedia.

¿A quién sirve esta radicalización de la memoria? ¿Este exaltar la muerte como sinónimo de republicanismo democrático? Sirve a los ex partidarios de la lucha armada encaramados hoy en puestos de la política burguesa a la que antaño combatían, quienes de esa manera se convencen y tratan de convencer a los demás, en especial a los jóvenes post dictadura (y debemos reconocer que en gran medida lo han logrado), que ellos han sido exclusivos protagonistas de una supuesta página de gloria en nuestra historia.

También esa radicalización de la memoria en los extremos de “asesinos” y “asesinados” disuelve las culpas de los muchos, lamentablemente fueron muchos, que fueron colaboracionistas de la dictadura: los que se desempeñaron en cargos nacionales, provinciales y municipales, los que firmaron cesantías sin que les temblara la mano, los que censuraron libros y películas, los que escribieron listas de sospechosos, los que firmaron artículos que justificaban atrocidades, que no pertenecieron a ninguna de las dos categorías extremas señaladas pero que fueron funcionales al terror. Sin hablar de los que se dedicaron a la especulación financiera o a los viajes del “deme dos”, haciendo oídos sordos a los gemidos de los torturados.

Conclusión: al homenaje a las víctimas de la represión del Proceso le falta la confesión de que la lucha armada fue un proyecto equivocado que arrasó con la vida de muchos jóvenes valientes y bien intencionados y que no permitió, durante años, el desarrollo de estrategias alternativas y democráticas que fueron, a la postre, las que consiguieron derribar a la dictadura.

Le falta también el reconocimiento de que la inmensa mayoría de los desaparecidos y el grueso de la oposición a la dictadura no compartía las tesis ni la praxis de las organizaciones armadas, las que, con su accionar insensato, daban pretexto al genocidio de todos los que molestaban al Proceso bajo la calificación de “subversivos”.

Asimismo, le falta un saludo a quienes no merecen el demérito por haber sobrevivido a la represión pero que la padecieron como censurados, exiliados o acorralados.

Es hora ya de comenzar a cuestionar esa “historia oficial” hecha a la medida de algunos que así evitan la sinceridad de la autocrítica.