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25 de abril de 2024
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Por Gretel Ledo
El poder como un objeto fetiche
Con Dios está la sabiduría y el poder; suyo es el consejo y la inteligencia. Job 12:13
28 de noviembre de 2006
Durante la Edad Media la sociedad se preocupaba por la salvación del alma, importaba la eternidad y no el tiempo. El rey organizaba la vida temporal bajo las directivas de la Iglesia. Cuidaba que el orden secular-terrenal sea acorde a la voluntad divina en aras de la salvación eterna.

El hombre en su relación con el mundo es meramente contemplativo de su entorno. Un ser pasivo-receptivo donde el objeto ocupa un lugar principal.

El advenimiento de la modernidad coloca en tela de juicio la cosmovisión del mundo medieval. Se mira el tiempo actual y se vela por la auto-conservación. En definitiva es la preservación del ser a través del tiempo. Se inicia así el proceso de secularización. A partir del filósofo francés René Descartes (1596-1650), el hombre deja su lugar pasivo y secundario frente al objeto. Será él quien lo constituirá. Este giro copernicano supone el traslado de la centralidad del objeto al “sujeto”.

Ahora bien, ¿cuál es la centralidad concebida hoy por el político dirigente?... ¿El sujeto, la ciudadanía o el objeto?

La Real Academia Española define al poder como “...el acto o instrumento en que consta la facultad que uno da a otro para que en lugar suyo y representándole pueda ejecutar una cosa”.

Un mandatario, un dirigente político no es más que un mero representante del poderdante. ¿Qué sucede cuando existe extralimitación, abuso y no ya uso del poder? En este punto es cuando opera una transfiguración y el poder pasa a constituirse en objeto anhelado.

Karl Marx (1818-1883) en su obra El Capital desenmascara el secreto de la mercancía. Afirma que, en cuanto a valor de uso es una cosa trivial que satisface necesidades humanas pero, en cuanto valor de cambio ingresa a la escena como mercancía trasmutándose en una cosa sensorialmente suprasensible.

Los productos del trabajo gozan de una peculiaridad que le es inherente: su carácter social por el hecho de existir un intercambio de los mismos a través de los hombres. Cuando los objetos se asignan para sí ese carácter social al margen de los productores, decimos que la mercancía producto del trabajo humano, se ha enarbolado como objeto fetiche y místico. Las mercancías han cobrado vida propia, son autónomas de los hombres.

El poder es una mercancía apetecible para el político de turno. Esta mercantilización de la política ha dado una carga de valor tan importante al punto de trastocar las identidades. En este contexto dejamos el campo de la pertenencia moral para pasar al campo de la pertenencia comercial. De ciudadanos pasamos a ser consumidores.

El poder no conoce límites. Avasalla las fronteras. El poder existe porque previamente existen los pactos. Aquellos acuerdos que van mas allá de la palabra e implican la entrega de la voluntad. Allí, en el híbrido entre libertad y esclavitud, se confiere el todo. Se pacta la dación del libre albedrío y el otro decide por nosotros. Una venda en los ojos llamada “resignación”.

En la Edad Media el centro es el objeto; en la Edad Moderna es el sujeto. Hoy retrocedemos en el tiempo y el centro es nuevamente un objeto: el poder. El dirigente argentino lo mira, lo desea, lo mistifica y lo hace propio.

Y nosotros, el pueblo argentino, ¿qué somos? ¿objetos fetiches?

(Gretel Ledo es Abogada en Derecho Administrativo, Politóloga en Estado, Administración y Políticas Públicas, y Asesora Parlamentaria).
mgledo@argentina.com
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