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35 años del "retorno" de Perón
Lo hizo en un charter rodeado por un grupo de figuras políticas, artísticas y deportivas. Lo acompañaron porque sospechaban que iban a derribar el avión
17 de noviembre de 2007
Se cumplen 35 años del regreso del general Juan Domingo Perón a la Argentina.

El mismo que había sido desafiado por Lanusse con la frase "Si me preguntan, yo diría que no le da el cuero para venir", a la que el ingenio popular respondió pintando centenares de paredes con la leyenda: "Lanusse, marmota: Perón va a volver cuando le canten las pelotas".

En una crónica sin desperdicios que publica este sábado el diario Clarín, el periodista Alberto Amato recuerda el retorno de quien luego sería presidente de los argentinos hasta su muerte.

Aquí, parte de la nota:

"Llovió. Muchísimo. Desde la madrugada y hasta poco después de que el general Juan Perón pusiera otra vez sus pies en la Argentina para dar fin a un exilio de diecisiete años y dos meses. Más tarde asomó un poco el sol. Pero la imagen del secretario general de la CGT, José Rucci, cobijando con su paraguas al viejo general que saluda con los brazos en alto, y en un gesto ritual, en el espigón de Ezeiza, se convirtió en un símbolo imborrable de aquel día histórico. Esa fue la lluvia inolvidable, y no "las épicas lluvias de setiembre que nadie olvidará" como vaticinó, cercano al desatino, Jorge Luis Borges para celebrar en 1955 el derrocamiento de Perón".

"Luche y vuelve". Durante años la consigna había sacudido a los argentinos mucho más que el accionar de una dictadura con aires mesiánicos y discursos copiados del falangista español José Antonio Primo de Rivera, que recitaba obediente Juan Carlos Onganía.

El país seguía en 1972 en manos de la dictadura. Eran las del general Alejandro Lanusse, que entendió más bien tarde que temprano, que no se podía gobernar sin Perón. Otro general, Pedro Eugenio Aramburu, que había contribuido al derrocamiento de Perón, lo había entendido más temprano que tarde. Quién sabe si esa certeza no le costó la vida. En mayo de 1970 fue secuestrado y asesinado. Según la guerrilla peronista Montoneros, por ellos mismos.

Perón alentaba el accionar armado de aquella "juventud maravillosa" con sus ya legendarias charlas de "actualización doctrinaria" que se filmaban y se exhibían en fábricas, facultades y talleres. Aquel romance entre el general y los jóvenes guerrilleros iba a terminar en desastre. Pero ahora, un año y medio antes de los idus de 1974, el clima era de fiesta.

Perón había dejado su exilio en España y había viajado a Italia para volver desde allí en un charter que ya es un pedazo de historia, porque lo acompañaron 153 importantes figuras de la política, el sindicalismo, las artes, la ciencia y el deporte. Muchas de ellas han muerto ya. Otras son miembros del actual gobierno. Otros cayeron bajo el plomo de aquellos años de insensatez, donde todo era esperanza.

Los augurios no podían ser mejores. El avión de Alitalia que trajo a Perón llevaba el nombre de un músico genial, un romántico implacable y un político valiente y honesto que había luchado por la unidad de su país: Giuseppe Verdi. Una gigantesca movilización popular se lanzó a las calles desde barriadas y villas miseria, desde el centro coqueto de la ciudad y desde el cordón industrial y paupérrimo del conurbano. Era, casi, una reedición del otro 17, el de octubre de 1945.

La CGT había declarado paro nacional. Lanusse, golpeado en su estrategia por el fusilamiento de 16 guerrilleros en la base naval Almirante Zar de Trelew, el 22 de agosto de ese mismo año tormentoso, había decretado día "no laborable", para desalentar la formidable bienvenida que el peronismo quería dar a su líder.

Cerca del mediodía de ese 17 de noviembre, Perón sobrevolaba Ezeiza, a tres meses de un desafío cerril y cuartelero que Lanusse le había soltado sin nombrarlo, como era su costumbre,

Los pasajeros del charter, en el que viajaban cinco futuros presidentes argentinos (Héctor Cámpora, delegado personal de Perón, Raúl Lastiri, que lo suplantó a su renuncia, Perón, Isabel Perón y el joven dirigente riojano Carlos Menem) cumplían, a sabiendas o no, con su misión de escudo: se daba por descontado que las Fuerzas Armadas podían intentar derribar el avión que traía de regreso al viejo líder. Si hoy suena a disparate, en aquel entonces no.

Perón, el único de los pasajeros a quien no habían revisado su equipaje, abrió bajo cielo argentino su maletín, llamó al hoy secretario de derechos humanos, Eduardo Luis Duhalde y a cuatro o cinco miembros de la Juventud Peronista, y entregó un arma a cada uno. La última se la quedó.

Tan grande como la marcha popular fue el despliegue de tropas que impidió la llegada de la gente a Ezeiza. Mientras hombres y mujeres cincuentones, treintañeros en 1955, cruzaban con sus hijos el río Matanza con el agua a la cintura, eran gaseados por los helicópteros del Ejército bajo un vendaval de agua y viento que mezclaba todo, gritos y vómitos, furia y entusiasmo. Al mando de esa fuerza descomunal estaba el general Tomás Sánchez de Bustamante, un halcón que había aprendido muchas de esas operaciones en Vietnam.

Cuando el único avión que podía volar el espacio aéreo ese día, aterrizó por fin bajo una cortina de agua, en la autopista Ricchieri el tiempo se detuvo. En el aeropuerto, los 300 invitados especiales que esperaron a Perón hicieron silencio. En la ruta la gente cantó, sin acuerdo previo, la marcha partidaria prohibida tantas veces. Algunos oficiales del Ejército lagrimearon de emoción mientras apuntaban sus armas a ese otro ejército de empapados.

Mientras todo esto sucedía, el comodoro Salas que había trepado velozmente la escalerilla del Giuseppe Verdi, se le plantó a Perón con una propuesta insólita:

-Buenos días señor. Soy el comodoro Salas.

-Buenos días brigadier, le dijo Perón que, de paso, lo ascendió.

-Soy comodoro. Señor usted tiene tres opciones: permanecer en el avión, regresar en esta misma máquina, o bajar.

Perón respondió como quien era: un anciano pícaro sin demasiado tiempo para perder.

-Vamos a bajar, hijo. Si no ¿para qué hemos venido?

Y bajó.