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El setentismo kirchnerista
Un lúcido análisis de Julio Bárbaro, quien acaba de publicar "Juicio a los 70", sobre el verdadero significado de Montoneros y su utilización por parte de los K
29 de septiembre de 2009
Por Julio Bárbaro. Publicado en el diario Perfil.

Aunque en su momento y en sus lugares no participaron de la denuncia de las violaciones a los derechos humanos, creo que los Kirchner, cuando llegan al gobierno, adhieren honestamente al reclamo de justicia para las víctimas del terrorismo de Estado. Creo que los sentimientos de Cristina y de Néstor por las Madres y por las Abuelas son nobles, lo cual no hace más que complicar el asunto. Porque eso es válido en sí mismo, como la condena eterna a la Shoah, pero no alcanza para constituirse en una política para el presente.

El y ella no llegaron a la presidencia sólo para repudiar la masacre, aunque está bien que lo hagan: fueron elegidos para ejecutar proyectos políticos en el presente y hacia el porvenir. Pero el kirchnerismo, en sus dos gobiernos, no ha revelado un programa político y con el discurso sobre los derechos humanos sólo se construye eso: una política sobre derechos humanos. No alcanza para generar un ideal de Nación donde se aspire a la justicia distributiva, la reconstrucción del Estado y una ubicación provechosa del país en el mundo, entre otras cosas. Si alguien quiere gobernar Alemania, ¿acaso centra su programa en su rechazo a la monstruosidad nazi?

Es muy importante rescatar la dureza de Néstor Kirchner con la represión y sus elementos, lo suficientemente bien formulada como para borrar cualquier resabio de las ideas menemistas que aventuraban pactar con los asesinos. No me refiero sólo a su justificación discursiva de los indultos: Menem recibió al almirante Isaac Rojas, por ejemplo, entre diversas acciones que pretendían imaginar un empate posible entre represor y reprimido. Ese acuerdo no debe existir: esas Fuerzas Armadas que secuestraron, torturaron, violaron mujeres, robaron niños, rapiñaron botines y asesinaron a mansalva deben ser degradadas como lo fueron los nazis en Nuremberg. Sólo de esa manera es posible volver a empezar. Pero los Kirchner hacen mal en convertir este conjunto de gestos, imprescindibles para la historia, en una argumentación política para el presente. En el presente hay que recuperar los elementos políticos de esa experiencia, y eso no se hace por falta de concepción teórica.

Néstor y Cristina se aferran a ese espíritu de los años 70 porque carecen de capacidad para abrazar el espíritu del peronismo. El movimiento que fundó Perón no es como un club de fútbol, donde cambian los jugadores y uno se queda contento porque le mantienen la camiseta y el tablón. Para no decaer, el movimiento debe ser la negación de la violencia y la búsqueda de la realidad nacional en un partido que cumpla lo que Perón planteó en sus orígenes y volvió a intentar en 1973 con la integración de distintos troncos y distintos elementos.

Pero los Kirchner nunca profesaron admiración por la historia de Perón y el peronismo, que los que andaban en alpargatas manifestaron desde 1945 y los que andaban con libros bajo el brazo llegaron a entender en la universidad de 1973. Ellos toman del peronismo las herramientas que ofrece como escuela de poder.

Nada más

Si algo ha demostrado Néstor es que posee clara conciencia del poder y de sus modos de uso. En cambio, carece de la grandeza que a Perón le sobraba. Kirchner es un prototipo de los personajes –tan entroncados con la cosmovisión de la violencia– que en su pragmatismo les da lo mismo si la gente se acerca a una manifestación espontáneamente o si los punteros la llevan en micros y a cambio de un viático. El pertenece a esa generación que puede reivindicar la violencia si le sirve hacerlo, del mismo modo que puede reivindicar a los empresarios si le sirve hacerlo.

Su concepción del poder y de la vida se constriñe a lo utilitario. Kirchner es un obsesivo del poder: esa es su virtud y también su enfermedad. Para esa cría política de pragmáticos como él, el poder no es un instrumento sino un placer en sí mismo: no lo quieren usar para hacer un país mejor o dejar su nombre escrito en la historia, sino apenas para disfrutar de ese usufructo en un acto de intrascendencia pasmoso.

Ni Néstor ni Cristina se parecen siquiera al cipayo Menem: ahí se hallan algunas de las virtudes del kirchnerismo. Pero si vieran que el poder no es un fin sino un medio, podrían haber avanzado mucho más. Por coyuntura Néstor gobernó cuatro años con el 60 por ciento del consenso y luego cometió dos errores que heredó Cristina. Se comportó como uno de esos hombres que le prestan el auto a la esposa pero se instalan en el asiento del acompañante y le zumban: “Frená. Seguí. Doblá”. El eligió a Cristina y perdió con el campo y en lugar de agrandarse y jugar a mayor altura, bajó a la pelea de barrio por la venganza. Eso devalúa a cualquier gobierno y a cualquier figura pública.

El heredó la idea sectaria y excluyente de la guerrilla, que Perón denostaba tanto. Tomó ese legado, primero, por imagen: el peronismo había quedado muy cuestionado luego de Menem y Kirchner necesitaba un sustento ideológico que mostrar, pero ni siquiera se había despegado de las privatizaciones, porque la de YPF le sirvió como gobernador de Santa Cruz. Entonces surgió esa imagen del setentismo como entrega, una imagen atractiva aunque vacía de contenido. Segundo y último, pero no menos importante, abrazó esa herencia por ignorar la historia del peronismo: el golpe que llegó con la excusa de la violencia guerrillera apuntaba en realidad a quitarles a los humildes los derechos que Perón –tan reformista él, según los revolucionarios– les había vuelto a dar. Como esa entrega fue digna, merece respeto; pero en el presente es sectario y excluyente ver logros en acciones insensatas de las que el poder económico se sirvió para privar a los pobres de aquello que les había reconocido el peronismo. Cuando Kirchner se unió de esta manera utilitaria al setentismo, tejió su propia derrota.

Todos buscamos una historia que nos explique y nos contenga. Pero nada aporta a la sociedad que uno se declare propietario de un pasado que se simplifica como heroico, sin tamizar los grises de esa experiencia, y derive de ello el derecho a poseer una fractura del presente. El político es un individuo que avanza con la inteligencia; el guerrero, en cambio, es un individuo que marcha con la obediencia. Tanto el menemismo como el kirchnerismo –y en alguna medida, también el alfonsinismo– son tributarios de aquel sectarismo de los 70 porque concitan más obediencia que inteligencia. ¿Cuántos intendentes se han movido como guerreros tras un jefe que no ofrece un pensamiento sino apenas una pertenencia? Menem disparó para el lado de los negocios y la farándula, porque estaba en su personalidad; Kirchner, como es un duro y se vio enfrentado, salió a buscar a los que quedaban de esos guerreros fracasados. ¿Dónde más iba a encontrar esa rigidez de pensamiento que es parte de su personalidad?

Los Kirchner se sintieron seducidos por las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo: ese encuentro ha sido muy importante porque a esas dos organizaciones les sobraba dignidad y valentía como para que alguna vez recibieran apoyo del Estado además de admiraciones individuales o grupales. Pero eso es sólo una parte, la más pura, de la lectura del setentismo que hacen Néstor y Cristina. Tienen, menos interesante, una mirada de viejos militantes que se enredan en explicaciones más paranoicas que ideológicas. Esa mirada conspirativa traslada a la democracia una fractura entre leales y traidores.

Para Néstor existen los leales que obedecen y los traidores que debaten. Tampoco Cristina permite o perdona el apoyo crítico. Algunos sobrevivientes que se adaptan a ese pensamiento conspirativo han podido participar de estos gobiernos que, por cierto, han sido la mejor opción en su momento: pienso en amigos como Carlos Kunkel, a quien respeté siempre. Otros que tenían tanta vigencia y tanta dignidad como él, no aparecen: Ernesto Jauretche, por caso. Quienes mostramos una actitud más exigente con el poder hemos terminado obligados a marcharnos a casa. Sólo quedaron los que tomaron de la guerrilla la idea de obediencia y aplicaron ese sectarismo de los 70 al kirchnerismo.

Mientras otros mandatarios –un estadista como Lula da Silva, aquí cerca– hacen política hilvanando las diferencias como Perón en sus gobiernos de 1946 y 1973, los Kirchner han achicado el horizonte. Reciben, por medio de los que representamos la tradición política que nació en 1945, el cuestionamiento de Perón. Porque, allí donde hay que sumar, ellos restan. Perón es una conciencia nacional capaz de integrar visiones diferentes en beneficio del pueblo. Los 70, en cambio, encarnan la idea de una juvenilia que se sueña vanguardia e intenta imponer un pensamiento. Basta observar la manera cruda en que Néstor maneja el poder y leer a los intelectuales –los intelectuales: los que se suponen más proclives a la reflexión crítica– de Carta Abierta, que tienen que escribir abierta en el nombre de tan evidentemente cerrada que está. Sus palabras están abiertas a la lectura pero no a la comprensión, mucho menos al disenso, que rápidamente se etiqueta de destituyente. El setentismo carece de cuadros políticos dignos y está demasiado lejos del sentimiento popular peronista.

La historia según los Montoneros

Cuando hablo del exceso de crítica de otrora, pienso sobre todo en la reivindicación de la violencia como la superación del peronismo. Dos ejemplos son las concepciones de Horacio Verbitsky, en su libro Ezeiza, y de Miguel Bonasso, en Diario de un clandestino. Verbitsky no reclama por la frivolidad con que la Tendencia Revolucionaria fue a Ezeiza con armas cortas o sin armas, pero a participar de un enfrentamiento no formulado (donde, típicamente, caen los inocentes expuestos): les echa la culpa a los organizadores, de López Rega al coronel Jorge Osinde, insospechables de progresismo. Tampoco Bonasso protesta porque, mientras él y otros preparaban la salida del matutino montonero Noticias, a cinco meses de gobierno democrático, la Orga planificó y realizó la emboscada en que murió José Rucci. Escribió: “Llego a nuestras oficinas del diario en la calle Piedras 735 y comento con Goyo que para mí fue la CIA. A eso de las siete aparece Paquito [Urondo] y me saca del error con una novedad que me deja anonadado. ‘Fuimos nosotros. Me lo acaban de confirmar’”.

Los Montoneros eligieron un símbolo de la lealtad a Perón y lo mataron para demostrar poder. Con el asesinato de Rucci la violencia cambió de signo y ellos dejaron de ser energía creadora y pueblo esperanzado. En aquel momento Firmenich decidió que de la posición que gozaba debía pasar a dominar la Argentina.

Para eso debía ir más allá del peronismo. Rompió, entonces, con el pueblo; se enfrentó a Perón. Y, contra sus fantasías, provocó el suicidio del grupo. Pero trasplantar al presente aquella ebullición que, en algún punto, superaba el gris liderazgo que podía llegar a ejercer Firmenich, es convertir la experiencia riquísima de Perón y su pueblo en un hecho secundario y causar –como se causó, por ejemplo, con un sector productivo como el campo– nuevas, inútiles confrontaciones.

Recuerdo que cuando Bonasso presentó Diario de un clandestino, en el Palais de Glace, yo había estado con Cristina, Néstor y Alberto Fernández. Ella me dijo, con entusiasmo, porque todavía Bonasso pertenecía al círculo áulico kirchnerista: “¡Vamos!”. Rechacé la invitación. Había leído el libro y me había quedado con una sensación amarga.

—Cincuenta alumnos viajan a Bariloche para festejar el fin del secundario, pero en el camino de ida el micro choca y mueren cuarenta y cinco chicos –le dije a Cristina–. Con los años, uno de los cinco sobrevivientes escribe un libro contando lo bien que la pasaron. No siento ganas de ir a la presentación.

—Vos siempre tan agresivo —me respondió.

—No, no soy agresivo. De verdad no entiendo la posibilidad de este libro, porque pinta como épicas historias que en realidad fueron aciagas. Y, a la distancia que impone el paso del tiempo, eso genera incomprensión. Esa tarde viví uno de mis mayores enojos con Néstor y Cristina: mi respetuosa diferencia ideológica con Bonasso, que también siento por Verbitsky.

No puedo ver sino frustración en la experiencia montonera. Los resultados de su pretendida epopeya fueron nefastos. Pueden ser recuperados en la dimensión del testimonio personal, pero no desde la política. En la política sólo alumbraron lo peor de cada sector.

Lo manifesté en su momento y lo he sostenido a lo largo de los años y, como nunca les escatimé solidaridad ni los delaté, me siento con derecho a decirles que el peronismo tiene un sustento ideológico sobrado que no necesitaba de ellos, que Perón les entregó lo que no soñaron en su vida (un lugar de privilegio en su movimiento) y ellos creyeron que estaban para más y lo boicotearon.

Perón no pudo impedir que hicieran lo que harían después de su muerte, si ya lo habían empezado cuando él aún vivía: en Ezeiza, con Rucci, en la plaza del 1º de mayo de 1974. Luego Perón murió y ellos fueron ultimados sin pena ni gloria, pero con mucho pueblo convertido en víctima con la excusa de la guerrilla.

Sin desmerecer la generosidad de aquellos militantes, lo que los sobrevivientes creen que aportaron no fue heroísmo sino demencia, que no le sirvió al país sino a la antipatria. Respeto a aquellos compañeros y amigos, aun en la contradicción política, pero me siento obligado a esta dureza porque más de un inocente joven va a terminar creyendo que en la Argentina hubo una gran gesta en los 70 y un tropiezo reformista en 1945, y esa interpretación no hace historia sino historieta.

Lo más atroz, y antipopular, de los Montoneros es su convicción de que la historia empieza cuando ellos llegan y termina cuando ellos se van. Se ve claramente en películas como Cazadores de utopías, de David Blaustein, y libros como La voluntad, de Eduardo Anguita y Martín Caparrós. Ese encantamiento por el propio ombligo es ridículo: la historia empieza con el pueblo y la eternidad pertenece al pueblo.

La guerrilla sólo poseyó entidad mientras estuvo aliada a Perón. Nunca conoció siquiera las inmediaciones del poder: sostener lo contrario –sostener que fue una amenaza para el mando hegemónico– es una manera de justificar sus acciones extraviadas, porque de lo contrario carecen de una explicación lógica para las bajas que tuvieron y esas muertes van al limbo del sinsentido. Algunos atribuyen ciertos males políticos del presente a esas ausencias, militantes que conformaban lo mejor de una generación política. Es cierto, pero esos mismos militantes, y su dirigencia sobreviviente produjeron pocos aportes de pensamiento político sostenible en los años duros. Hubo mucha inteligencia en los ámbitos armados, pero los vientos que llevaban a creer en la inminencia de la revolución afectaron la producción de ideas sobre la realidad.

Hasta allí uno puede entenderlos: su quimérica lucidez pasaba por buena bajo la luz distorsionada de la época. No corresponde seguirlos, en cambio, en la soberbia de hoy. Escucho que algunos niegan el asesinato de Rucci, cuando en aquel momento se vanagloriaron de ese bárbaro error, y comprendo cómo pudo haber sucedido la multiplicación de muertes absurdas: en medio de la gran movilización de buenas voluntades, la ambición y la burocracia sustituyeron a los sueños.

Al no ser capaces de analizar la derrota, a los Montoneros les quedan jirones descabellados de ideas: Perón era reformista, Evita era revolucionaria, los militares eran intrínsecamente malos y ellos, desde luego, los buenos de la película. Esa sopa de letras jamás tendrá sentido porque omite que la conciencia pasa por el seno del pueblo y no por el seno de las élites. La dialéctica entre Perón y el pueblo es el diálogo más jugoso que dio esta sociedad. La plaza es el ser colectivo que genera un actor central –su líder– que contiene sus contradicciones: ese líder se despersonaliza en el pueblo y el pueblo se despersonaliza en el líder.