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Por Sebastián Martínez
"Hairspray": talento al servicio de lo obvio
9 de julio de 2008
¿Puede hacerse una película que sea formalmente estupenda y, al mismo tiempo, irreparablemente zonza? “Hairspray” es la respuesta a ese interrogante. Un caso extraño de sumatoria de talento, puesta al servicio de una causa fútil. Un filme que conjuga elementos que permitirían deshacerse en elogios durante horas y que, pese a ello, no deja gran cosa en la retina (y ni que hablar de las neuronas) del espectador.

Quizás los más beneficiados sean los oídos, dado que se trata de un musical que revive lo mejor de la música bailable de los Estados Unidos de principios de los 60. Hay que ser de piedra para no mover un poco el piecito al compás de las pegadizas canciones sembradas profusamente a lo largo del filme.

Pero aquí también termina por imponerse la ambivalencia de esta película extraña. Porque después de dos horas de escuchar lo más selecto del twist, el rythm and soul y el rockabilly de 1962, uno no puede dejar de agradecer que ese mismo año despertaran Lennon y McCartney para revolucionar el concepto de canción y dejar definitivamente atrás aquella moda un poco primitiva de la música popular.

Pero ésa es otra historia. Aquí de lo que se trata es de “Hairspray”, una idea que nació como película allá por 1988, cuando John Waters (un héroe del cine independiente que luego se fue volcando hacia las películas comerciales) decidió poner en pantalla una historia que hablase de su infancia en Baltimore, a comienzos de la década del 60. El filme, contra lo que suele ocurrir, llegó casi quince años después a Broadway en forma de musical, donde aún adorna las marquesinas.

El filme original, y éste que lo resucita, tratan sobre Tracy Turnblad, una jovencita excedida de peso que baila de maravillas y que desea con ansias integrarse a las coreografías del programa más popular de su época para llevar su cadencia a todos los hogares de Baltimore. Por supuesto que su tamaño no la ayuda, pero su gracia en la pista de baile y su, digamos, “buen corazón” la acercaran mucho a su sueño.

Pero la fantasía de Tracy, que hasta cierto punto se cumple con mecánica perfección, choca contra uno de los principales conflictos estadounidenses de la época: la segregación racial. No viene a cuento explicar el modo en que surge este conflicto porque sería adelantar una hora de película. Pero sí remarcar que el racismo pasa a ser, promediando el argumento, el gran tema de la película.

Porque está claro que “Hairspray” trata esencialmente sobre la discriminación. La discriminación contra quienes sufren problemas de peso y la discriminación racial. Temas sobre lo que es difícil decir algo nuevo, más allá de su vigencia. De más está decir, que el mensaje del filme es todo lo políticamente correcto que puede esperarse.

Ya dijimos que se podía hablar, indistintamente, bien o mal de esta película durante horas. Empecemos por hablar mal. “Hairspray” es una obra obvia, predecible, ingenua hasta el hartazgo y con personajes tan bidimensionales que sería difícil diferenciarla de un cuento infantil de los malos. Está claro que todas estas características no fueron involuntarias. No es que la película les salió defectuosa a sus guionistas y productores. Eligieron que sea así. Sólo puede cuestionarse esa elección.

Pero ahora hablemos bien de “Hairspray”. Por un lado, como ya adelantábamos, la banda de sonido (que en este caso es esencial) se vuelve una experiencia gratificante. Por otra parte, las coreografías (diseñadas por Adam Shankman, el propio director del filme) son brillantes. ¿Y qué decir del elenco?

La primera mención se la lleva Nikki Blonsky, una debutante absoluta que aquí carga con protagónico amenazado por estrellas en los papeles secundarios que, pese a todo, no logran opacarla.

Un John Travolta trasvestido personifica a la madre de la protagonista y su rol es tan intachable que al rato uno se olvida de quién está detrás del maquillaje. Michelle Pfeiffer crea una villana de una malevolencia comparable a Cruella De Vil y una belleza sólo comparable a Michelle Pfeiffer. Christopher Walken, impecable como siempre, es el querible dueño de una tienda de chascos y padre de Tracy. Queen Latifah es una admirable madraza negra, con una voz asombrosa.

Ellos, sumados a estrellas juveniles como Amanda Bynes, James Mardsen o Zac Efron, le terminan dando forma a “Hairspray”. Una de esas películas que uno sabe si pasar por alto o disfrutar, si abuchear pasados los primeros veinte minutos o si dejarse llevar por esa marea elemental de ñoñez, que viene de Hollywood. La mayoría de las veces viene en envoltorios defectuosos. En contadas ocasiones, la obviedad llega de modo exquisito, como en “Hairspray”.