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28 de marzo de 2024
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Por Sebastián Martínez
"Sin lugar para los débiles": un Oscar justo
6 de marzo de 2008
Hacia el final de “Sin lugar para los débiles”, hay una escena que intenta comprimir el nudo conceptual de la película. Dos adolescentes presencian un accidente de tránsito. Ven al conductor que baja del coche ensangrentado y con un brazo quebrado. El herido le dice a uno de ellos: “¿Cuánto querés por tu camisa?”. El joven le responde: “No tengo problemas en ayudarte gratis”. Y le da la camisa. El herido se arma un cabestrillo, le da cien dólares al chico y escapa del lugar. Cuando quedan solos, uno de los adolescentes le dice al otro: “La mitad de ese dinero me corresponde”. El otro le responde: “¿Por qué? Si era mi camisa” y la discusión sube y sigue.

El mensaje es claro, incluso en un filme que intenta no ser demasiado sentencioso en cuanto a las moralejas. Quienes hasta hace un momento eran seres caritativos y solidarios, se vuelven codiciosos y hasta violentos en cuanto el dinero hace su irrupción. Y de eso, entre otras muchas cosas, trata “Sin lugar para los débiles”, la película que ganó el Oscar a la Mejor Película.

Tratemos de ordenar el asunto. La historia, que se desarrolla durante la década del 80, empieza cuando un ex soldador, que vive en un humilde trailer junto a su mujer y que es interpretado por Josh Brolin, encuentra un maletín con dos millones de dólares. Es el dinero suelto que “sobrevivió” a un devastador enfrentamiento entre narcotraficantes, en medio del desolado desierto texano.

El planteo en sí no es novedoso. Ya hemos visto otras historias de seres sin suerte que imprevistamente vislumbran la posibilidad de volverse millonarios con dinero “sucio”.
Lo que es sí novedoso en este multipremiado filme de los hermanos Ethan y Joel Coen es el tratamiento que se le da a la cuestión. No es enteramente un mérito de ellos. Detrás de la película hay un enorme libro de un escritor norteamericano que ya es leyenda: Cormac McCarthy.

Pero volvamos al argumento. Este hombre llamado Llewely Moss e interpretado por Brolin intenta desaparecer durante un tiempo, hasta que sienta que pueda usar ese dinero sin temor a que lo maten. Demasiado tarde: los dueños del botín ya contrataron a un implacable sicario para recuperar los dos millones y, si fuese necesario, matar a su nuevo propietario accidental. Ese asesino a sueldo se llama Anton Chigurh y tiene la cara del español Javier Bardem, quien ha ganado todos los premios que se ha propuesto por este papel.

Pero además de Moss (Brolin) y Chigurh (Bardem), la historia tiene una tercera pata. Se trata del viejo comisario Bell, próximo a retirarse e interpretado por el veterano Tommy Lee Jones, quien tiene como desafío tratar de entender cuál fue la causa de la masacre de narcos en el desierto y descubrir quién es el asesino a sueldo que se ha lanzado en una búsqueda sangrienta.

Así contada, “Sin lugar para los débiles” parece una mezcla de western, road movie y película sobre asesinos seriales. Efectivamente, es un poco algo de todo eso, pero su guión y el nivel de la performance de los tres actores principales la elevan a otra categoría. Con este trabajo, los hermanos Coen parecen haberse reencontrado con un tono que los favorece. Y lo han hecho madurando el estilo de aquellas películas irónicas y perfeccionistas que los hicieron conocidos, como “Simplemente sangre”, “Barton Fink”, “Educando a Arizona”, “Fargo” y “El gran Lebowski”.

Más allá de los elogios, valen la pena dos aclaraciones, para que nadie se sienta desinformado. Primero, éste es un filme violento. Quizás no de los más violentos, pero hay sangre, hay muertos, hay disparos, etc. Segundo, y posiblemente más importante, el final no es el que los espectadores aguardan. No es que sea confuso, ni que sea absolutamente sorprendente desde lo argumental. Pero sí hay que decir, tratando de no adelantar pistas, que los hermanos Coen han resuelto entregar un final que no fuese tan explícito como el resto de la película. Es como si en los últimos diez minutos, hubiesen levantado el pie del acelerador para ofrecer una resolución fuera de tiempo, que elude mostrar lo esencial y prefiere apelar a los reflexivos y por momentos brillantes textos de McCarthy.