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26 de abril de 2024
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Por Sebastián Martínez
Los falsificadores: estrategias ante el horror
13 de mayo de 2008
En 1942, cuando la Segunda Guerra Mundial alcanzaba su punto de mayor dramatismo, los nazis pergeñaron un plan que al mismo tiempo serviría para financiar gran parte del proyecto expansionista alemán y para desestabilizar mortalmente la economía de Gran Bretaña.

Este plan se llamó “Operación Bernhard” y consistía en la falsificación masiva de notas de pago en libras esterlinas que inundarían primero Europa continental y, posteriormente, las islas británicas, disparando su inflación y causando una carestía que terminaría afectando gravemente las posibilidades bélicas de los Aliados. Hasta donde se sabe, se trató de la mayor maniobra de falsificación de billetes de la historia.

Para llevar a cabo el proyecto, los jerarcas nazis intentaron en un comienzo reclutar a expertos en emisión de moneda en sus propios bancos nacionales. Pero no dio resultado. Y a alguna mente siniestra se le ocurrió la solución: reclutar en los campos de concentración a un grupo de prisioneros judíos especializados en impresión, caligrafía, manejo de papel y de tinta, y ponerlos a trabajar en la falsificación millonaria de moneda inglesa.

El plan funcionó durante algún tiempo, pero la guerra tomó un curso adverso a los planes de los nazis y, en 1945, la fábrica de libras esterlinas apócrifas tuvo que trasladarse a los Alpes y, finalmente, cerrar sus puertas cuando el régimen de Adolf Hitler cayó a manos de las fuerzas aliadas.

Hasta aquí los hechos históricos. “Los falsificadores”, el filme del austríaco Stefan Ruzowitzky, funciona como adaptación más o menos libre de las memorias de uno de los sobrevivientes del Holocausto, que fue involucrado en la “Operación Bernhard”.

Ese libro fue escrito por Adolf Burger. No obstante, el personaje central de la película no es este judío idealista que debió soportar los horrores de Auswichtz (donde perdió a su esposa) y luego trabajar en los talleres de falsificación de libras esterlinas. El protagonista aquí es Salomon Sorowitsch, magistralmente interpretado por Karl Markovicz.

Salomon era judío y era, además, uno de los más grandes falsificadores del mundo. En la segunda secuencia de la película, recibe la visita de una mujer. Ella le pide: “Quiero un pasaporte argentino”. Y él le responde: “Tienes suerte de que sea un pasaporte de la Argentina. La cuna del tango”. E inmediatamente empiezan a surgir, como durante toda la película, los acordes de alguna versión instrumental de “Mano a mano”, “Amores de estudiante” o “Volver”, entre muchos otros tangos que adornan la banda sonora.

Pero la relajada vida delictiva de Salomon está a punto de terminar. El falsificador será apresado por el régimen, trasladado a un campo de concentración y luego llevado otro, donde funciona a la “fábrica” de libras esterlinas. Allí se juega el verdadero nudo de “Los falsificadores”: dentro de los talleres ocultos en un campo de concentración, donde Salomon debe comandar un equipo de prisioneros para llevar adelante los planes de los nazis.

Estos “prisioneros-trabajadores” tendrán ciertas “prebendas” o, al menos, lo que sus carceleros entienden por “prebendas”. Camas un poco más confortables que el resto de los prisioneros, comida un poco más abundante, fines de semana sin tareas y, por supuesto, la promesa de que no serán asesinados (aunque esto nunca está del todo garantizado).

A pocos metros, detrás de un muro, otros judíos son torturados y llevados a la cámara de gas. Es entonces que el personaje de Burger cobra importancia. Salomon trabaja para los nazis sin chistar y hace todo lo posible (es capaz de soportar las más aberrantes humillaciones) para mantenerse y mantener a los demás con vida. Burger, en cambio, propone el sabotaje y, en última instancia, el martirio propio y ajeno para defender la dignidad.

Película dura, la ganadora del Oscar al Mejor Filme en Lengua Extranjera enfrenta a sus personajes y sus espectadores a dilemas éticos irresolubles. Con el escenario del más atroz genocidio de la Historia detrás, este pequeño gran relato vuelve a demostrar que es posible seguir actualizando el pasado sin caer en simplificaciones ni sensiblerías.