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28 de marzo de 2024
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Por Sebastián Martínez
"El día del juicio final": sobre lo impensable
8 de diciembre de 2010
Los lugares comunes hablarán de “El día del juicio final” como una película polémica, dura, descarnada, violenta, explícita y un largo etcétera. Lo cierto es que lo es, pero luego de ver los 97 minutos de proyección, la verdadera duda que nos termina asaltando no gira tanto en torno a sus méritos cinematográficos, sino a la posición política de quienes la han llevado adelante.

El filme tiene básicamente tres protagonistas. Por un lado está Steven Arthur Younger, quien se hace llamar Yusuf Mohamed Atta, como uno de los responsables de los atentados del 9/11. Interpretado por Michael Sheen, se trata de un estadounidense musulmán que lanza una amenaza pública: ha colocado bombas nucleares en tres ciudades de los Estados Unidos, que detonarán en dos días si no se cumplen sus demandas.

El segundo personaje de relieve es el señor H, personificado por Samuel L. Jackson. Es un torturador. Un sujeto a sueldo de la CIA que se ha especializado en tratar brutalmente a los interrogados, hasta que éstos se quiebran y confiesan lo que las autoridades de los Estados Unidos quieren escuchar.

En tercer lugar tenemos a la agente Helen Brody, en manos de la actriz Carrie-Anne Moss. La intención de este personaje es que el público se identifique con ella. Será ella quien planteará las objeciones morales ante los métodos de tortura aplicados contra el musulmán detenido y quien, en las propias palabras del guionista, es la “única persona con algo de decencia” en todo el filme.

¿Y qué es lo que sucede entre estos tres personajes? El terrorista lanza su amenaza y es detenido. El señor H es convocado para que le aplique los más siniestros métodos de tortura hasta que confiese la localización de las bombas nucleares. Y la agente Brody será testigo de esos interrogatorios e intentará morigerar (de manera bastante tímida) los tormentos a los que está siendo sometido el detenido.

“El día del juicio final”, cuyo título original es “Unthinkable” (“Lo impensable”), tuvo muchos problemas para ser estrenada en los Estados Unidos. Algunos sectores conservadores se escandalizaron porque presentaba a los organismos de seguridad e inteligencia como un grupo de matones torturadores, dispuestos a hacer cualquier cosa con los detenidos.

Sin embargo, muchos otros se inclinaron por ver en la película un sesgo siniestro. Muchos piensan que, en realidad, todo el filme no es más que una extensa campaña a favor de la utilización de la tortura como método de interrogatorio.

Ambas cosas parecen ser ciertas. Por un lado, es verdad que en el filme el Ejército de los Estados Unidos, la CIA y el propio Poder Ejecutivo son retratados como organismos sin problemas éticos a la hora de torturar a los sospechosos.

Pero también es cierto que la película va en cierto modo justificando esas torturas, al menos hasta que se llega a “lo impensable”. Es curioso que en la cabeza de los realizadores “lo impensable” se alcance luego de aplicar picana, mutilar y asesinar. Como si todo eso sí fuese “pensable” y recién el siguiente paso fuese realmente maligno.

En el caso de un filme de este tenor parece ocioso hablar de las actuaciones o de los encuadres o del ritmo del guión. Baste decir que está hecha por profesionales, algunos de ellos de probada eficacia. La propia película quiere poner el plano de la discusión en otro nivel. Algunos la han visto y la festejan diciendo que alumbra la parte más oscura del Estado y del ser humano. Otros simplemente la han despreciado, señalando que no es más que la justificación del horror.