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25 de abril de 2024
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Estreno de la semana: la comedia del poder
Con Tom Hanks, Julia Roberts y Philip Seymour Hoffman, "Juego de poder" recrea, en clave de comedia, el papel de EEUU en la guerra entre la URSS y los rebeldes afganos
23 de enero de 2008
La primera escena de “Juego de poder” nos muestra a un congresista de los Estados Unidos metido en un jacuzzi de Las Vegas, tomando whisky y rodeado de stripers que aspiran cocaína. Estamos en el corazón de la década del 80 y alguien intenta convencer al legislador de que invierta en una futura serie de televisión que sería “como Dallas, pero ambientada en Washington”.

Mientras intenta zafar de esa absurda propuesta, el legislador de Texas nota que, en la televisión, un reportero informa sobre un lejano conflicto bélico. “¿Por qué ese periodista está usando turbante?”, se pregunta el político. Y ése es el primer paso que da para dejar de ser un congresista casi anónimo, para transformarse en una pieza central en la geopolítica de fines del siglo XX.

Con apenas unas pocas pinceladas, el director Mike Nichols (el de “Closer” y “Colores primarios”) y el guionista Aaron Sorkin (responsable de las series “The West Wing” y de “Studio 60”) ya nos marcan el tono y el tenor que tendrá el resto de la película. Será un filme político, pero liviano; con ritmo de comedia, pero sobre temas complejos; crítico con el sistema, pero no con sus fundamentos.

Vamos a aclarar de qué va la cuestión. El título original de la película es “Charlie Wilson’s War”, es decir “La guerra de Charlie Wilson”, lo que está muy lejos de “Juego de poder”, tal como nos ha llegado a las salas argentinas. Las preguntas entonces son quién es Charlie Wilson y cuál es su guerra.

Wilson es ese congresista que encontramos metido en un jacuzzi, un legislador mujeriego, adicto al whisky, sin grandes luces, pero con cierta habilidad para lograr que el poder quede siempre en deuda con él. Y su guerra, ésa que vislumbra en el televisor de un hotel de Las Vegas, es la que se ha desatado entre la Unión Soviética y los grupos de resistencia civiles en las montañas de Afganistán.

Casi de casualidad, Wilson comienza a interesarse en ese conflicto. Dentro de la limitada visión que tiene de la política internacional, el legislador llega a la conclusión de que Afganistán es el único lugar del mundo donde “los comunistas están siendo pateados en el trasero”.

Y como su único mérito es ser parte del comité que decide sobre el destino de los fondos reservados, Wilson logra que los cinco millones de dólares que los Estados Unidos envían clandestinamente a los afganos para resistir la ocupación soviética se transformen en diez millones, y luego en setenta, y luego en quinientos, etc.

A partir de entonces, su involucramiento con la guerra contra el Ejército Rojo será cada vez mayor y, en parte, eso será consecuencia de la aparición de dos personajes claves en la historia. Por un lado, Joanne Herring, una multimillonaria texana que ha respaldado financieramente las campañas del legislador Wilson y que ahora se ha transformado en una de las principales impulsoras de la causa afgana. Por otra parte, Gust Avrakotos, uno de los únicos tres agentes que la CIA tiene destinados a estudiar lo que sucede en los alrededores de Kabul.

Lo que hay que decir de inmediato para entender por qué “Juego de poder” es un filme que da gusto mirar es que Charlie Wilson lleva los gestos de Tom Hanks, o para decirlo explícitamente, del mejor Tom Hanks: el comediante medido que tiene incorporado el timming perfecto para las réplicas y no el lacrimógeno hombre medio americano en el que a veces han querido transformarlo.

Hanks no está solo. La magnate texana está interpretada por Julia Roberts, en un papel algo inusual para ella. Y el espía de la CIA está encarnado por el siempre eficaz Philip Seymour Hoffman, quien un día puede ser el fragil Truman Capote y al día siguiente un brusco agente gubernamental que sólo quiere acabar con la “amenaza roja”.

“Juego de poder” no sólo es entretenida e inteligente. También tiene la ventaja evitar la solemnidad y de manejar alguna sutileza. Sin mencionarlo, Nichols y Sorkin se las ingenian para que el espectador tenga de algún modo presente que esos afganos que reciben a lo largo del filme ingentes flujos de dinero negro para combatir a los soviéticos, son los mismos que años más tarde darían refugio a Osama Bin Laden tras los atentados del 11-S, y los mismos que sufrieron hace pocos años una nueva ocupación, pero esta vez de los Estados Unidos.