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Se estrenó “El señor de la guerra”, con Nicolas Cage
La película pretende denunciar los males de la escalada bélica y sus negociados, pero no logra sacudir su manto de ingenuidad
1 de junio de 2006
Por Sebastián Martínez Daniell (Especial para Asteriscos.Tv)

En el origen de “El señor de la guerra” hay cinco historias reales. Las vidas de cinco traficantes de armas internacionales que Andrew Niccol (director y guionista de este film) decidió fundir en una sola para mostrarnos la trayectoria descrita por Yuri Orlov: un joven ucraniano criado en Brooklyn que decide dejar atrás el restaurante familiar para dedicar su existencia a la venta de misiles, helicópteros militares y fusiles de asalto.

La historia en sí es sencilla. Yuri decide a comienzos de los ‘80 que su futuro está en el tráfico de armas. Y se ve que es una ocupación que le sienta de maravillas porque triunfa rápidamente, aunque en ningún momento quede claro de qué forma llega a convertirse en uno de los líderes en la venta ilegal de fusiles Kalashnikov y otro tipo de pertrechos militares. Uno sospecharía que es un mercado laboral altamente competitivo, pero de algún modo (con algo de ingenio y algo de suerte) Yuri se transforma en un exitoso negociador del mercado negro de armamento. Y el éxito le acerca dinero, mujeres, drogas y lujos que él va tomando o desechando hasta consolidar su posición.

En medio habrá un hermano conflictivo, una esposa complaciente, un policía ejemplar, un colega cuestionador y una galería más bien pintoresca de funcionarios y militares que se van turnando como proveedores y compradores de los arsenales que el joven emprendedor ucraniano mueve alrededor del orbe.

Yuri, el desangelado “dealer” de armamento que se pasea por el Tercer Mundo ofreciendo sus mercancías, es Nicolas Cage, quien ha logrado hacer de su apatía facial un fino arte de la interpretación. El traficante ucraniano al que da vida, si hubiese que ubicarlo en el mapa de su carrera, está más cerca del escéptico agente de seguridad que encarnó en “Ojos de serpiente” que del conflictuado guionista de “El ladrón de orquídeas”.

A su alrededor, con mayor o menor éxito, prueban suerte Ethan Hawke (“Antes del amanecer”, “Hamlet 2000”) en la piel de un honesto agente de Interpol, Jared Leto (“Alexander”, “La habitación del pánico”) como el hermano menor del ucraniano, Bridget Moynahan (“Yo, robot”, “La suma de todos los miedos”) encarnando a la esposa de Yuri/Cage, y el siempre rescatable Ian Holm (“El señor de los anillos”, “El día después de mañana”), a quien le tocó en desgracia la difícil tarea de hacernos creíble un traficante de armas que “toma partido”.

Resulta paradójico que el exceso de documentación, la abundancia de hechos verídicos, esas cinco biografías anónimas que sustentan la película sean lo que termina transformando “El señor de la guerra” en una simplificación de la realidad. Niccol (también director de “Gattaca” y “Simone”) pretende contarnos en dos horas el fulgurante ascenso y la ambigua caída de un traficante de armas y, al salir de la sala, pareciera que no hemos aprendido sobre el mundo más de lo que ya sabíamos.

No es que Niccol se equivoque al contar la historia. Es, sencillamente, que –a veces con ironía, a veces con crudeza– nos muestra hechos que todos conocemos. Que las armas matan, que los inocentes mueren, que el poder corrompe, que el dinero mueve al mundo y otra serie de lugares comunes que, a lo sumo, deberían servir como punto de partida de una crítica al estado de cosas y no como conclusión.

A diferencia de, por ejemplo, “Syriana” (de Stephen Gaghan), que a fuerza de mostrarnos un mundo complejo como el de los intereses petroleros se arriesgaba a ser ininteligible, “El señor de la guerra” se vuelve previsible en su intento por enseñarnos cosas dolorosamente aprendidas hace ya demasiado tiempo.

Es tal la intención didáctica de Niccol que, cuando intenta explicar la vida en el Tercer Mundo, cae en la caricatura de trazo grueso. De este modo, el dictador de Liberia es un hombre cruel e inescrupuloso que vive rodeado de prostitutas de lujo, mientras su hijo dispara por las míseras de calles Monrovia una ametralladora bañada en oro y sueña con tener alguna vez el mismo fusil que empuñaba Sylvester Stallone en “Rambo”. Así imagina gran parte de Hollywood a los países subdesarrollados y así los muestra Niccol.

No se puede, sin embargo, decir que “El señor de la guerra” sea pro-norteamericana. Se reserva, como toda película de denuncia que se precie, una línea de diálogo para calificar al presidente de los Estados Unidos como “el mayor traficante de armas del mundo”. Y, junto al Tío Sam, menciona a los otros cuatro miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas: Gran Bretaña, Francia, China y Rusia.

Así las cosas, la pregunta que sobrevuela al espectador al finalizar la película es: ¿se puede ser descarnado y cándido a la vez? Niccol parece demostrar que sí. Ni el pretendido cinismo con que Cage mira a cámara, ni la bienintencionada condena antibelicista logran salvar a esta película.

Promediando el film, el dictador liberiano le dice al traficante ucraniano: “Para esta operación necesito a un dealer ingenuo, como tú”. Lo que Niccol necesita para este trabajo es un espectador “ingenuo”, de ésos que casi no quedan. “El señor de la guerra” comete uno de los peores pecados que se pueden cometer en el cine: contar lo evidente. Eso a nadie le interesa.