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Por Federico Baraldo
¿Hablar, gritar o sugerir?
11 de junio de 2009
Con la periodicidad que marcan las normas constitucionales -aunque cada tanto las fechas se alteren con o sin motivos valederos- la sociedad asiste a una desafinada sinfonía comunicacional que surge de los protagonistas de la contienda electoral.

Más que desafinada, la sinfonía es dispersa. Los instrumentos utilizados son más menos los mismos, con diferentes partituras y ejecutantes. Cada uno, desde su particular manera de interpretar la obra, aporta arpegios o disonancias a un auditorio que suele caer en la hipoacusia política con más frecuencia de la debida.

Los tiempos y las costumbres cambian, pero en particular varían las audiencias. El estilo estentóreo y hasta desaforado de los políticos obligados a hacerse escuchar en espacios abiertos o amplios, parecería innecesario al considerar la cantidad y calidad de recursos técnicos disponibles para llegar con nitidez a los rincones más alejados. Más aún, la transmisión por radio y por TV, garantizan en gran medida la llegada a públicos masivos, sin necesidad de esforzar la garganta hasta el máximo.

En consecuencia, una primera interpretación permite suponer que los oradores se han quedado en los tiempos del discurso de barricadas, sin percatarse que los modos de comunicación se les adelantaron y les ofrecen la posibilidad de evitar la impostación.

Sin embargo, no todo es así. Los asesores suelen indicarle a los dirigentes que no griten. Les piden que hablen. Les hacen saber que es mejor seducir mediante el razonamiento que aturdir con la vociferación. Les muestran ejemplos ajenos y locales de los buenos resultados que se pueden lograr al pasar del ruido desafinado a la armonía.

Algunos hacen caso, aún a desgano. En nuestro medio tenemos más de un ejemplo. Otros, por el contrario, no pueden hacerlo incluso a costa de su buena voluntad. Se los puede entender. Tienen demasiados ejemplos que les marcan un modelo.

En este punto, sería interesante preguntarle a quienes cultivan tal estilo si han podido ver o escuchar un discurso de Adolfo Hitler o Benito Mussolini. Ambos fueron ejemplos paradigmáticos del descontrol vocal. Es muy posible que no les guste la comparación, aunque no existan garantías respecto al cambio.

Pero -siempre hay un pero- la actitud de moderación seductora presenta algunos tamices que son de imprescindible consideración. El primero pasa por la identificación de los públicos de interés. Sonará a verdad de perogrullo, pero no esperan ni reciben de igual manera los mensajes quienes integran las clases medias y altas de la ciudad de Buenos Aires y del primer cordón suburbano, por ejemplo, que los sufridos habitantes del cinturón de pobreza que rodea estos terriotorios, aunque ambos posean aparatos de radio y TV.

Existen más subdivisiones, pues cada grupo de público está compuesto por individuos que comparten gustos o no, a los que será necesario conocer y considerar si se pretende conquistarlos.

No obstante, trascendiendo los análisis filoacadémicos, hay otro factor que trastorna las buenas intenciones del director que pretenda armonizar la sinfonía. Vivimos en una época de ruidos. Sonidos estruendosos externos e internos, ambos difícilmente controlables. Nuestra sociedad es un mal ejemplo al respecto. Desde los medios de comunicación, incluyendo a los gráficos, se privilegia el grito sobre la sugerencia. Ejemplos de esto son los conductores de los programas de radio y TV que disfrutan de mayor popularidad, pasando por el estilo de la música y su amplificación hasta el paroxismo, hasta llegar al habla cotidiana.

En pocas palabras, impera la hipoacusia física y emocional. A veces hasta parece darles razón a los políticos que se empeñan en gritar aunque sería deseable que, por lo menos, afinaran.