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19 de abril de 2024
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Cómo cambió la expectativa de vida de los más chicos
El rol fundamental de la lactancia materna y el desarrollo de fórmulas infantiles para sustituirla cuando por alguna razón no es posible, son hitos claves en el desarrollo de la pediatría como especialidad médica.
5 de septiembre de 2013
En la actualidad, nadie se atrevería poner en duda la máxima que asegura que la leche materna es el alimento por excelencia durante los primeros seis meses de vida de un bebé. Y que cuando el amamantamiento no es posible o es insuficiente la mejor opción son las fórmulas infantiles, que contienen las vitaminas, minerales, ácidos grasos esenciales, nucleótidos y prebióticos adecuados para el crecimiento y desarrollo del bebé.

Sin embargo, esto no siempre fue así y, aunque resulte increíble, hubo momentos en la historia de la humanidad en la que a los recién nacidos se los alimentaba a base de leche animal, colocándolos directamente al pecho de cabras o burros[1]; o bien, se les ofrecían desde miel y vino hasta alimentos sólidos que incluían mezclas de pan y agua o cereales, entre otras opciones impensadas hoy en día.

Ocurre que los conocimientos sobre nutrición infantil recién se profundizaron durante el siglo XX, algo que realmente logró cambiar la expectativa de vida de los más chicos. Sin ir más lejos, casi la mitad de los bebés nacidos vivos en Londres a fines del siglo XVIII morían antes de cumplir los dos años.

Está claro: pocos podían sobrevivir a la contaminación producida por la falta de higiene a la hora de preparar los alimentos y el consumo de leche animal sin pasteurizar. Fue en parte debido a esto que la preocupación por el cuidado y, sobre todo, la alimentación de los niños llevó al desarrollo de la pediatría como especialidad médica. Hasta ese momento, los más chicos eran tratados como pequeños adultos y se esperaba que respondieran frente a las enfermedades y la alimentación como las personas mayores.

Un breve repaso sobre la historia de la alimentación infantil demuestra que, como en todas las épocas, en este terreno también hubo modas. En un momento, cuando las madres no podían (o no querían) dar el pecho recurrían al uso de nodrizas, quienes les amamantaban a sus hijos. Pero luego se empezó a pensar que las características de la mujer contratada influía demasiado en la salud de los niños y que podían en algunos casos transmitirle enfermedades a los bebés. Por eso se empezó a optar por la leche animal o los alimentos sólidos.

Así como hoy el calostro es considerado fundamental por los anticuerpos que le transmite la madre al hijo apenas nace (es por eso que se recomienda poner al bebé al pecho durante la primera hora tras el nacimiento), hubo una etapa en la que se pensaba que era peligroso y le hacía mal a los bebés.

Esta idea comenzó a cambiar después de la publicación del “Ensayo sobre el cuidado y manejo de los niños”, escrito por el médico británico William Cadogan en 1748, quien le atribuía al calostro propiedades purgativas que ayudaban a eliminar el meconio y decía que ayudaba en la prevención de infecciones gastrointestinales en el bebé. También valorizaba el “lazo de afecto” que se establecía cuando la mamá daba el pecho a su hijo en las primeras horas de vida. Y desaconsejaba el uso de nodrizas y la introducción de cualquier otro alimento antes de los 6 meses de edad, entre otras recomendaciones.

Cadogan fue un adelantado, pero pasaron muchos años antes de que sus ideas fueran tenidas verdaderamente en cuenta. Al final del siglo XIX, varios autores coincidieron en que las altas tasas de desnutrición y mortalidad infantil estaban relacionadas con la menor cantidad de niños amamantados y el aumento del empleo de leche animal. Según el médico norteamericano, Samuel Radbill, la administración de papillas y leche no humana determinaba el 100% de la mortalidad en la primera semana de vida.

La sobrevida mejoraba cuando los alimentos alternativos se introducían después del primer mes, aunque de todas maneras, aún en ese caso, alcanzaba niveles superiores al 50%. Un fuerte estímulo para buscar opciones artificiales para la leche materna vino de la mano Revolución Industrial, cuando las mujeres descubrieron que ganaban más dinero trabajando en una fábrica que como nodrizas.

En ese camino, se fueron desarrollando muchas fórmulas matemáticas para calcular las necesidades calóricas de los niños, tanto de los sanos como de los que padecían diversas enfermedades. Así, hubo un momento en el que para determinar las necesidades nutricionales de los bebés no amamantados, o de los que necesitaban alimentación suplementaria, los pediatras llegaron a tener que lidiar con hasta 500 fórmulas matemáticas diferentes (de ahí el nombre de “fórmula” para la alimentación artificial).

La primera fórmula infantil comercial fue desarrollada por el alemán Justus Von Liebig en 1867, y rápidamente se popularizó en toda Europa. Liebig afirmaba que había conseguido una combinación de ingredientes que le permitía producir un polvo que, agregado a la leche ya caliente, resultaba en un alimento “idéntico” a la leche materna. Esa fórmula consistía en harina de trigo, malta y bicarbonato de potasio.

A partir de ese momento empezaron a surgir nuevos productos permanentemente, y en 1874 apareció la primera “fórmula artificial completa para alimentación infantil”, que contenía leche en polvo, harina de trigo, malta y azúcar. La gran diferencia era que evitaba el uso de leche de vaca, que podía causar problemas gastrointestinales; bastaba con un poco de agua para mezclar el nuevo alimento. Hacia 1883, ya había patentadas 27 marcas de alimento infantil.

Otro gran paso que allanó el camino de los sustitutos para la leche humana fue la obtención –simultáneamente en los EE.UU. y en Alemania– de la composición exacta de la leche materna (1885), que por ejemplo permitió determinar su bajo porcentaje de proteínas (1,1 g/100 mL) en comparación con la leche de vaca (posee 3,5 g/100 mL de proteínas). Por esa misma época surgieron las mamaderas de vidrio y las tetinas de goma; y en 1951 llega al mercado la primera fórmula infantil líquida.

A partir de la década del ’60, las fórmulas infantiles se fueron adaptando según avanzaba el conocimiento sobre la nutrición (se incorporaron ácido láctico, lactosa, grasa, minerales, vitaminas). Los avances tecnológicos permitieron la elaboración de productos capaces de contribuir a reducir la desnutrición, compensar las deficiencias de digestión y absorción, lidiar con problemas alérgicos y el reflujo gastroesofágico.

En la actualidad, ya no se duda de que la leche materna es el mejor alimento para el lactante, y que ante la imposibilidad del amamantamiento conviene optar por una fórmula infantil adecuada para el niño, dado que existen opciones para todas las necesidades. Y cada vez se pone más énfasis en informar que la introducción temprana de leche de vaca puede causar desde una hipersensibilidad a las proteínas de la leche hasta predisponer a la alergia, ciertas infecciones y causar anemia, ya que genera microhemorragias intestinales.

Así, la Organización Mundial de la Salud (OMS) recomienda –y fomenta– la práctica de la lactancia materna durante los primeros dos años de vida de un bebé: en los seis meses iniciales, de manera exclusiva; luego, complementándola con la introducción de alimentos sólidos.